El origen de la piñata tradicional mexicana traza un camino que va de los actuales mercados populares a las misiones evangelizadoras franciscanas que llegaron al Nuevo Mundo en el siglo XVII, procedentes de España, pero cuya orden se remonta al pueblo de Asís, en Italia; país a donde el expedicionario Marco Polo llevó un objeto realizado con papel de colores que, en uno de sus tantos viajes, encontró en China.
Hay indicios de que los antiguos aztecas realizaban una práctica en la que adornaban con plumas figuras de barro huecas y llenas de abalorios para honrar al dios Huitzilopochtli; ese recipiente y algunos juegos practicados por los mayas representaron la oportunidad perfecta para crear un recurso de evangelización.
Las figuras de barro se convirtieron en una olla recubierta con papeles de colores —reflejo de la vanidad del mundo— a la cual le salieron siete picos, uno por cada pecado capital. Estas tentaciones son vencidas con los golpes de un palo que representan la fuerza con la que la fe y la obediencia vencen al mal.
Una vez que la envidia, pereza, gula, ira, lujuria, soberbia y avaricia son derrocadas, una lluvia de recompensas cae sobre el creyente, quien realizó esta batalla con los ojos vendados, en representación de la fe ciega en Dios. El ritual de la piñata se convirtió en parte fundamental de las posadas con las que en México se celebra la Navidad.
Al paso del tiempo, los piñateros mexicanos evolucionaron la técnica del papel maché hasta convertir la piñata en un objeto de las más variadas formas que se usa en todo tipo de celebraciones y alude irrevocablemente a la cultura mexicana.